Desde enero el negocio había mejorado. Flete tras flete, “El Chango” empezó a no darse abasto con el trabajo. Desde que compró su camión, hace nueve años, apenas sacaba lo justo para mantener a su familia y, de cuando en cuando, le daba una manita de gato al “Oso”. Su hija menor así bautizó al tracto por el color y porque lo veía enorme, como un oso.

Aunque un par de veces estuvo tentado a vender su tracto y enrolarse en alguna flota que buscaba operadores, este conductor de 33 años no desistió y seguía saliendo en busca de algún flete que le diera para sacar los gastos de la semana. Días buenos, malos y peores. Muy rara vez le sonreía la diosa fortuna. Así le decía su maestro del volante cuando se subía a aprender el oficio desde los 15 años. “Hay que estar listos, por si un día nos sonríe la diosa Fortuna”. Así se lo decía, en mayúscula. O al menos así lo recuerda.

Para ese martes, en los tiempos antes del coronavirus, “El Chango” creyó que tenía tiempo de darle una revisada profunda al “Oso”, antes de agarrar camino rumbo a Veracruz. Siempre le gustaron las Cumbres de Maltrata, más si estaba nublado. Le habló su cliente y le dijo que si podía adelantar la entrega. Debía llevar unos resortes industriales desde el Estado de México. Ya no tuvo oportunidad de revisar el tracto.

Su esposa le echó la bendición, se subió al tracto y se fue a la cita que tenía con el destino. Almorzó bien para evitar las primeras dos paradas y llegar de un jalón hasta Veracruz. Llevaba buen tiempo. Sin prisa, pero sin pausa. Aunque había descansado bien la noche anterior, tenía una especie de preocupación que nomás no lo dejaba tranquilo.

En el repaso mental que hacía mientras se maravillaba ante las pendientes recias de Maltrata, no encontraba el origen de ese pinchazo en el cerebro. Había pagado las cuentas, los gastos en casa estaban solventados, la cita con el médico, un pedido urgente que había hecho de unas llantas. Todo estaba controlado, se decía. Pero la comezón del diablo no se le quitó en todo el viaje.

Luego de pasar lo más tundido de la bajada hacia Veracruz, “El Chango” empezó a sentir cómo se iba de más el pedal del freno. Todo el camino alternó el freno de motor con el de pie. Así sorteaba las curvas más cerradas del camino. Pero el pedal se seguía yendo y el tracto nomás no reaccionaba normal. Esa preocupación del principio se le agudizó en el centro del pecho.

Solamente alcanzó a espejear calculando el resto del camino, a ver si la libraba. El pedal se hundía más con cada pisada. Puro freno de motor. Pero la máquina ya venía cansada. También le dio temor calentarla de más y, ahora sí, le metía el pedal hasta el fondo, al grado de que nomás ya no se frenaba el “Oso”.

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Las primeras opciones dejaron de serlo cuando vio que, o hacía algo, o se iba al voladero en la próxima curva. Ni el más experimentado podría maniobrar a esa velocidad en las cumbres. Volvió a forzar el motor, echó las luces y empezó a tocar el claxon sin parar. Tan rápido venía que los pocos testigos sabían que algo iba a suceder. Y así fue.

Un pequeño náufrago perdido en la selva y que atendía una vulcanizadora entendió la situación y le hizo señas para que se impactara en una vieja construcción abandonada, que solo servía para dar sombra cuando el cielo se miraba más árido que en el norte del país. 

“El Chango” entendió perfecto el idioma de las señas y no tardó en hacer, acaso, la maniobra más difícil en su corta carrera como operador. Dejó ir al “Oso” casi por completo frente al paredón. Solamente dejó un resquicio por si no aguantaba el golpe y para no quedar atrapado. Un cachito de la parte izquierda de la trompa del tracto se estrelló contra la nada.

“Pobre Oso. Le rompí toda la cara. Pero hasta eso me salvó la vida, o yo a él, no sé. Se quedó sin frenos. No tuve opción”.

Al parecer el tracto sobrevivirá, le dijeron. La carga no llegó a tiempo, pero como dijera García Márquez, el protagonista de esta historia “vivió para contarla”. Ahora  que le entreguen al “Oso”, seguirá rodando por esta remota Autopista del Sur.