Por aquellas lunas, lo negro de la noche era más pesado, más denso. Los vehículos en la carretera parecían forcejear contra la oscuridad para abrirse camino. Una de las pocas imágenes que se aferraron a la memoria de Trinidad Larios está llena de ruidos, humo, sangre.

También logra ver a Diego. Pero el recuerdo es confuso. El aullido de las sirenas, los gritos de auxilio, el silencio de la muerte. En la imagen todo se revuelve mientras ella permanece inmóvil, atrapada…

En ese tramo, del Huizache a Ciudad del Maíz, vacas y burros adornan el paisaje. Pero aquella noche de junio de 2009, ese mismo ganado provocó el choque entre un autobús que iba a la Ciudad de México y un tractocamión chocolate que transportaba verduras. El impacto fue mortal.

Reportes de la prensa local indican que el accidente dejó dieciséis personas muertas y doce sobrevivientes. Los que perdieron la vida quedaron calcinados. Trinidad, de 44 años de edad, viajaba con su hijo, Diego González Larios, de ocho, y su hermano Simón, de 55, quien falleció al instante.

En la última luz de esa noche, Trinidad pudo ver a su hijo a su lado. Ella tenía sangre en la cabeza, le dolía todo el cuerpo, y Diego lloraba, estaba asustado, quizá por su madre, por su tío, por la nada, por el hedor de la muerte. Ella estaba consciente y no alcanzaba a consolarlo, pues el dolor en sus piernas era tan intenso como la penumbra que envolvería sus días y sus noches a partir de ese instante.

Los restos del autobús en el que viajaban empezaron a crujir y amenazaban con explotar en cualquier momento. Diego se espantó aún más y se alejó unos metros. Trinidad no se podía mover. Vio cómo se alejaba su hijo hacia donde se encontraban cada vez más personas curiosas y altruistas. Uno de esos hombres auxilió a quienes pudo, incluyendo a los protagonistas de este relato.

Un par de hombres, operadores de camión, removía escombros y tanteaba la tragedia. Ella recuerda que su hijo estaba cerca de ellos. La versión más repetida apunta a que uno de éstos, quizá apodado el “Tío Billy”, fue quien se llevó a Diego, tal vez para ayudarlo, pues al menos el diálogo entre los dos traileros así lo indica en la declaración de uno de ellos.

“Cómo lo vamos a dejar aquí si su familia está muerta”. Tal parece que él se lo llevó. Pero no hay más rastro. Llegó la patrulla y auxilió a la señora; más tarde la ambulancia hizo lo propio. Ella, inmóvil, insistía con los policías y paramédicos para que buscaran a su hijo. Ya no estaba. O no lo hallaron. La llevaron al hospital asumiendo que su hijo no había sobrevivido. Ella les decía que sí, que estaba a su lado y que había corrido, espantado.

Aunque estuvo un mes hospitalizada, los primeros tres días fueron cruciales: su familia no la encontraba, reconocieron el cuerpo del hermano y no tuvieron noticias de Diego. No apareció en la lista de los fallecidos, ni en hospitales. Desde ese día, hace casi 10 años, no han parado de buscar.

Trinidad cuenta que durmió en paradores, casetas, cachimbas; sin comer, sin vivir, sin morir, pegando fotos de su hijo, ofreciendo recompensas, siguiendo pistas, reconstruyendo el incidente en busca de una luz. Sin tregua, sin pausa, con la única esperanza que la mantiene con vida, además del apoyo de su familia.

Tras revelar detalles de esta historia, pide que, si alguien sabe algo o conoce a quien  pueda darle información, ella no tiene intenciones de tomar represalias contra quien se llevó a su hijo. Lo único que quiere es tenerlo de vuelta. Diego González Larios hoy debe tener 18 años, ojos rasgados, un lunar casi en el centro del cuello, un poquito a la derecha, y una cicatriz como de cuatro centímetros por una cirugía en el talón izquierdo.

Trinidad no descansará hasta encontrarlo. La vida se le ha ido en esta misión y así seguirá, buscando la huella de su hijo sobre esta remota Autopista del Sur.