Ahí va Miguel, con su ProStar alcanzando 60 millas por hora y con ese sentimiento que experimentan todos los operadores cuando vuelven a casa: la felicidad. Lo esperan su mujer y sus cuatro hijos. Tiene una semana sin verlos y daría lo que fuera por tomar una siesta que le devuelva la normalidad de una vida hecha en Estados Unidos, en pos del sueño americano.

Lamenta mucho tener que dejar a su familia durante tantos días, pero sabe que dadas sus circunstancias, es la mejor forma que tiene para construirles un mejor futuro. Cuando llegó a Estados Unidos tenía que hacer lo que fuera para ganar dinero, pues cruzó la frontera de manera ilegal, y sin papeles, no podía pensar en sacar una licencia para subirse al volante.

Ya es ciudadano americano y su licencia de operador le permite tener un trabajo estable. Conduce un vehículo International y confía en que ahora que logre una mayor estabilidad económica, pueda comprarse un camión propio. Vive al día y sabe que la situación está difícil, pero la esperanza muere al último, dice.

Su carrera también se dio por accidente. En México, un tío suyo le insistía desde chamaco para que aprendiera el oficio y pudiera ganarse unos buenos pesos de forma honrada. Hizo su primer flete a los 16 años y como dice que la escuela no era para él, a esa edad ya sabía lo que quería ser cuando fuera grande: “trailero, como mi tío”.

Su tío era un hombre-camión que tuvo que vender su “mesa de billar” por una emergencia de salud y sin saber cómo ni cuándo, se quedó sin su fuente de trabajo. Miguel Velázquez siguió manejando para algunos amigos que había hecho en los primeros meses, pero se dio cuenta de que no había mucho para dónde crecer.

Es el hijo menor de una madre soltera que al ver las pocas oportunidades en México, un día les dijo a sus hijos que deberían buscar un mejor futuro en los Estados Unidos. “Seguro allá los camiones son más bonitos y hay más trabajo para ti, ‘mijo’. Ya verás que hasta te haces del tuyo. Así me convenció y en dos semanas ya estábamos del otro lado”.

Al mirar para atrás, Miguel ve las grandes diferencias que hay tanto arriba como abajo del volante: “Manejando, todo es muy profesional de este lado. La mayoría de las compañías tiene un registro puntual de las horas que manejamos, de las que descansamos, de cuándo cargamos diesel y prácticamente saben dónde estamos en todo momento.

“Acá no puedes darle su mochada al oficial de tránsito tan fácil como lo haces en México. En lo que sí nos parecemos es en los malos hábitos alimenticios, de descanso y en que, inevitablemente, pasamos más tiempo en la carretera que en nuestra casa. Por eso nos encariñamos tanto con nuestros carros, son nuestras casas. Eso sí, extraño mucho manejar en carreteras mexicanas”.

A veces piensa en regresar al país y emprender su propio negocio de transporte. Ese dilema en su cabeza siempre termina igual: sus hijos nacieron allá y allá tienen su vida. Recuerda que sus hermanos, su mamá y él no tuvieron otra opción, pero no le gustaría hacerle lo mismo a sus hijos, de modo que mejor se convence de esforzarse aún más y sacarlos adelante en Texas, el lugar que los ha visto crecer.

Además, sus colegas mexicanos le dicen que la vida de los hombres-camión en nuestro país no es la más fácil. Recuerda el caso de su tío y sabe que a pesar de todo, él ha podido construir algo que no pudo hacer en México. Sin embargo, considera que si bien ahora rueda en el norte, la vida al volante sería tan gratificante y memorable como hacerlo en esta remota autopista del sur.

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