Edith lleva seis meses trabajando desde casa. Vive sola. Bueno, en realidad vive con su gato, “Melquiades”. Desde que en su trabajo le dijeron que debía confinarse por cuestiones de salud a causa de la pandemia, en su mente se anidó una idea terrible: salir es peligroso. 

Al principio no representó mayor problema, pues se ahorraba el tiempo de los trayectos, la gasolina y el estrés del tránsito metropolitano. Ella trabaja en el área de Recursos Humanos de una empresa de autotransporte al norte de la Ciudad de México. Su jornada laboral solía ser de nueve a seis. 

Al terminar sus pendientes no se perdía la conferencia de Hugo López-Gatell. Se volvió experta en estadística pública: conocía la cifra de contagios, muertes y ocupación hospitalaria. En sus grupos de WhatsApp y en las llamadas telefónicas que tenía cada noche con su madre, solo hablaban de eso. 

-Ay, sí, Mijita. Está terrible. Tú no vayas a salir para nada. Pide el súper en línea y todo lo que necesites.

-Sí, Ma. Y dicen que se va a poner peor. Yo por eso mejor aquí, guardadita en mi casa.

Era tal su preocupación por saber lo más nuevo del tema, que, a veces, cuando se distraía tantito en su computadora, revisaba el Twitter para actualizar las cifras en otros países. Imaginaba si en Barcelona, Londres, Roma, Tokio o en Río había otra persona igual de preocupada e informada que ella. 

Desde niña había desarrollado una afición por competir. Cuando en sus propias estadísticas, México subía un lugar en el ránking por defunciones, ella justificaba la cifra comparando el número de habitantes. “Bueno, entonces no vamos perdiendo. Los italianos están peor”, se decía.

Así fue como las semanas se fueron archivando en su pequeña gráfica de Excel. Entre la Jornada Nacional de Sana Distancia y la nueva normalidad, Edith se había convertido en un pequeño ermitaño. En tres meses había salido dos veces, para hacer una generosa despensa y para adquirir medicamentos y arena para su gato.

La única vez que recibió a alguien a su casa fue cuando su hermano le ayudó a instalar un sistema de calefacción. El confinamiento había alterado su temperatura y solo abría las ventanas de su departamento dos veces al día. Siempre había sido friolenta. 

A inicios de septiembre recibió un correo de parte de su trabajo. El personal administrativo que seguía trabajando en casa debía presentarse el próximo lunes, de nueve a seis, con cubrebocas, dos pares de zapatos y careta. La empresa habría de proporcionarles lo necesario para evitar el riesgo de contagio.

Apenas terminó de leer el mensaje firmado por el dueño de la empresa, sus manos se llenaron de sudor. Sentía taquicardia, se mareó. No lograba imaginar el peligro inminente que representaba el mundo exterior. Ni siquiera le alcanzaba la mente para verse allá afuera, expuesta al asesino virus que la acechaba desde marzo.

Era jueves. Le quedaban cuatro días a salvo. El viernes no pudo concentrarse en el trabajo. No es exagerado decir que empezó la cuenta regresiva rumbo al matadero. Tenía pavor de salir de casa. No concebía el hecho de volver a interactuar con las personas de su trabajo. 

Ansiedad, angustia, miedo, incluso algo muy parecido a la depresión la mantuvieron en cama todo el fin de semana, aunque tampoco pudo dormir del todo bien. Su vida era otra desde hace seis meses: sus hábitos, su alimentación, su interacción con el mundo.

Especialistas en este renglón señalarían que Edith padece el síndrome de la cabaña. Después de un aislamiento profundo, como la cárcel o un hospital, las personas temen regresar al mundo. Están tan desacostumbradas a él, que temen cualquier tipo de daño.

Manuel Hernández, director general de Descubriéndote, considera que para hacerle frente a este trastorno psicológico primero hay que identificarlo, para luego entender y cobrar consciencia sobre las emociones experimentadas.

Y es que las emociones están directamente relacionadas con sus repercusiones físicas: en el caso del trastorno de la cabaña, lo primero que hay que hacer es trabajar a nivel físico para liberar el estrés, la ansiedad y la angustia. Para superar el miedo, hay que enfrentarlo, despacio, gradual, controlado.

“Hacer ejercicio para cansar al cuerpo, intentar la meditación para fortalecer la contención y evitar la ansiedad. Dar un paso a la vez, salir de casa, con todos los cuidados necesarios, de forma gradual, segura y haciéndole frente a esa consciencia que hemos cobrado respecto a la situación que vive el mundo en este tiempo”.

El especialista señala que en los tiempos del coronavirus, este fenómeno es mucho más común de lo que podría suponerse. En el mejor de los casos, Edith podría intentar el ejercicio y salir en su auto, no tener mayores contactos y cobrar consciencia de sus miedos y preocupaciones, a fin de darles su justa dimensión.

Leer: Seguimiento al bienestar emocional, clave en la nueva normalidad

Por otro lado, el especialista señala que la pandemia del Covid también supone un parteaguas para que las empresas pongan especial énfasis en sus colaboradores, en su contexto social, emocional y de salud, pues el síndrome de la cabaña no distingue entre unos y otros. 

En casos extremos, pacientes de este trastorno deben recurrir a medicamentos prescritos por médicos especialistas, pues tanto la física como la química del cuerpo pueden cambiar con un fenómeno emocional tan impactante como lo está siendo el confinamiento del coronavirus.