Cuando era niño, Hugo García quería ser futbolista, igual que todos los niños de su generación nacida en los años setenta. A pesar de que sus hermanos se peleaban por acompañar a los viajes en el camión de su papá, a él no le gustaba, pues prefería quedarse jugando en la calle o viendo la televisión. 

Pero ya en la adolescencia, cuando sus dos hermanos ya se iban por días con el padre, un día que estuvieron todos en casa le dijeron que le enseñarían a manejar el tracto, que sería una vergüenza para la familia que todos supieran menos él. 

Lo decían de broma, pero en realidad sí querían enseñarle y lo convencieron, pues plantearon escenarios en los que él tendría que manejar si les pasaba algo a ellos o a su papá, que para una emergencia y que al final, pues no estaba de más que supiera manejar el camión.

Cuando él dice que aprendió a la mala es porque no le gustaba, y más porque sus dos hermanos se peleaban por enseñarle: mientras uno le decía que ya le metiera la siguiente velocidad, el otro argumentaba que debía revolucionarlo más para que agarrara bien el torque. Para Hugo era otro idioma. No les entendía. 

Y eso no era lo peor, sino que por cada vez que el camión se apagara o se jalonear le daban un zape o le decían todo tipo de insultos sobre su poca pericia al volante. En el fondo, él sabía que también era de cariño y hasta echaba de menos esos momentos, pues casi todo el tiempo se la pasaban en la carretera. 

Hasta que un día, ya estando en la prepa, uno de sus hermanos lo convenció de acompañarlo a un viaje a Guanajuato. Ellos saldrían del Estado de México y debían estar en el Bajío cerca del mediodía. 

La madre, el padre y el otro hermano se lo encargaron mucho, que ya sabía que a él no le gustaba eso del camión, pero que lo cuidara mucho. Ya estaban por allá en la zona de carga y debían subir para Nuevo Laredo, pero ya en el viaje, el hermano se orilló porque empezó a sentir una especie de náusea. 

Se detuvo, se bajó del camión e intentó vomitar. Tomó un poco de agua e intentó continuar, pero ya no pudo. Le dijo a su hermano que tenía que continuar el viaje, que sólo necesitaba dormir un rato. Hugo pensó que bromeaba, pero al verlo tan mal, no dudó y se mentalizó. Recordaba las malas clases que recibió, pero eso le bastó para esta primera aventura. 

Una vez entregó la carga llevó a su hermano al consultorio y le dieron medicamentos, pero igual así le recomendaron mucho reposo, así que le tocó regresar manejando. 

Y ese viaje le bastó para entender de qué hablaban su padre y sus hermanos cuando contaban historias de la carretera. Le gustó tanto el paisaje, el rugido del camión, el freno de motor, todo. Hasta la música y los diálogos en el radio. 

Así fue como ya no se bajó del camión y, al contrario, se la pasaba preguntando cómo hacer esto o cómo resolver aquello. Y ahora sí, su padre y sus hermanos le dieron todo tipo de tips y recomendaciones para ponerse abusado.

Desde ese momento y durante los siguientes 20 años, la vida de Hugo “El Gringo” García ha estado llena de noches y de lunas, de colegas, cargas y descargas. Incluso su 10-28 le llegó con unos compañeros que como lo veían rubio y de ojos claros, no tuvieron empacho en ponerle así. 

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Y a él le gustó y se lo quedó. Lo lleva con mucho orgullo y hasta goza de cierta fama, pues su padre y sus hermanos también llevan ya un tramo recorrido y han abonado para que éste sea todavía más conocido.